In fine erat verbum
El año que se fundó Visual, hace casi 25 primaveras, la tecnología era feliz y colorida. Docenas de dispositivos distintos, en una gama de colores inagotable: la Gameboy color, con sus tonos primarios, los imacs como caramelos, las carcasas del nokia 3210 o las transparencias tornasoladas de los Minidisc.
Todo ese colorido y toda esa funcionalidad fueron concentrándose, unificandose y compactándose a la vez que aumentaba la capacidad de procesamiento… Como un agujero negro que fuese absorbiéndolo todo, comprimiéndose sin parar, cada vez más oscuro y más poderoso, deviniendo finalmente en... El rectángulo de cristal negro.
El dispositivo último, el vencedor, el único. Es uno, pero contiene la multitud. En él está el todo. Todas las interfaces para todos los servicios y todas las necesidades. Y en su omnipotente divinidad, sabiéndolo todo y pudiéndolo hacer todo, trata a todos los mortales como si fuéramos la misma persona. Habla igual a la madre que a la nieta, le muestra lo mismo al ignorante y al sabio, al campesino y al banquero, al fatigado y al sereno, al feliz y al angustiado.
No le explico las cosas a mi hijo Jaume, que tiene 3 años, de la misma forma que a mi hijo Javi que tiene 16. Uso un tono diferente con mi mujer según cómo se encuentre o el momento del día y me comporto distinto ante un alumno del Instituto de lo que lo haría ante un amigo. Es la maravilla del lenguaje, la interfaz más antigua de la humanidad… es altamente personalizable. Un mismo mensaje puede tomar tantas formas, modulaciones, entonaciones, gravedad y emoción como personas a las que se pueda dirigir.
¿Porqué entonces Google Maps, Instagram, excel o cualquier otra app de las que habitan el cristal negro lo hacen igual, porqué sólo hay un whatsapp, un Cabify, un Slack o un Linkedin?
O, como diría la jefa Danvers en la cuarta de True Detective: quizás, Javier, no te estás haciendo la pregunta correcta…
Miro a la inteligencia artificial y veo como si ese agujero negro implosionase y tras ello, instantes después… Plas! Se expandiese de nuevo con una fuerza inaudita, salpicándolo todo, sólo que esta vez no irradia materia, átomos o píxeles. No expulsa cristal, sino pegotes líquidos de cognición pura, que lo impregnan todo, tomando la forma de lenguaje humano.
En el Instituto explicamos el acto de diseño como una ecuación de cuatro variables: usuario, contexto, dispositivo e interfaz. Usuario, contexto, dispositivo e interfaz. Al diseñar, estudiamos las dos primeras para definir las dos segundas. En el usuario y el contexto nos hacemos las preguntas y en el dispositivo y la interfaz proyectamos las respuestas . En todo producto interactivo están las cuatro y cada una de ellas condiciona a las demás, en una relación cerrada de interdependencia. A más interfaz, menos dispositivo (el cristalito negro) y a contextos más intensos, mas exigentes o rígidos, menos libertad de acción y cognición tiene la persona.
¿Y cómo encaja la IA en este modelo, si es que encaja?
Veamos, el dispositivo, la primera de las incógnitas de la ecuación, ya está ausente, o es simplemente irrelevante. De tanto comprimirse ¡Puf! se ha pulverizado y se diluye en el éter. Entonces ¿qué nos queda por diseñar cuando una de esas incógnitas ya no es variable sino una constante, cuando dispositivo es igual a cero? Sin dispositivo, sin papel, sin palancas, diales o pantallas, la interfaz es, de nuevo, verbo.
In fine erat verbum, como en el Evangelio de San Juan, pero al revés.
¿Y ahora qué? ¿Cuáles son nuestros mimbres? ¿Qué se supone que tenemos que diseñar cuando la herramienta, el lenguaje, ya está diseñada? ¿Sobre qué trabajamos? ¿Cuál es nuestra arcilla? ¿Ha llegado nuestro final?
Quizás toque volver a la ecuación… revisar lo que sabemos de la incógnita usuario y la incógnita contexto. Quizás ahí haya una riqueza que no hemos sabido procesar. Quizás, y digo quizás con una sonrisa nerviosa, cargadísima de dudas, nos corresponda a los diseñadores dejar atrás las tipografía y volver a las psicología, dejar la maquetación y fijarnos en la conversación: adaptarla a cada persona, a cada edad, cada momento o cada estado de ánimo, a cada necesidad y, en definitiva, a cada contexto.
Más inteligente será la inteligencia artificial si diseñamos la forma en que habla con cada persona y menos artificial será si la moldeamos para que hable a cada cual según su circunstancia.
En definitiva, aunque nos cueste, aparcar lo que se ve y empezar a diseñar de verdad lo que se habla.
Tienes una versión en podcast de este texto aquí. Quizás quieras suscribirte desde Spotify para poder escuchar los próximos.